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Mucho más que el inicio de un nuevo año

La medianoche del treinta y uno de diciembre se ha envuelto en un rito exigente y bullicioso.

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No pueden faltar las uvas que se toman al tiempo que suenan las doce campanadas que marcan el paso de un año a otro. Son garantía de un nuevo año feliz y de la compañía de la suerte. Alguien ha escrito que la suerte es una religión que no tiene ateos.

Arrancar la última página del calendario, solemnizar el nacimiento de un nuevo año presidido por unos números diferentes y cruzar la puerta de enero -enero viene de januarius que significa puerta-, puede calificarse como una costumbre, un gesto cultural respetable. Otra cosa es que, después de una noche de algarabía ininterrumpida, vaciemos de contenido el uno de enero y solo nos fijemos en que todavía las agendas están sin tachaduras y nadie ha hecho ningún apunte en la hoja del primer mes.

El primero de enero estrenamos año, efectivamente, pero hay otras dos celebraciones que no podemos ignorar: La fiesta de Santa María Madre de Dios y la Jornada mundial por la paz.

Hablar de Santa María como Madre de Dios es recordar la aclamación de la Theotokos que surgió en el Concilio de Éfeso (341). El Concilio Vaticano II hace así referencia del dogma: «Desde los tiempos más antiguos, la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles acuden con sus súplicas en todos sus peligros y necesidades» (Lumen gentium, 66).

Entre María y Jesús hay un vínculo que no solo es biológico, sino una relación espiritual. Desde el principio, sabe que su hijo Jesús es el Hijo de Dios. Conoce que su maternidad es obra del Espíritu Santo. Nosotros lo reconocemos y proclamamos cuando decimos: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros

La Jornada Mundial de la Paz fue iniciativa del papa Pablo VI y se celebró por primera vez el uno de enero de 1968. Vietnam estaba entonces en guerra. Las guerras no han cesado desde los orígenes de la humanidad y hoy nuestra mirada se dirige a Ucrania donde los escombros y los charcos de sangre ofrecen el paisaje de la violencia. El papa Francisco lloró el pasado 8 de diciembre por el sufrimiento de Ucrania ante el monumento a la Inmaculada que se levanta en la Plaza de España de Roma.

Nadie pone en duda que la paz es tan necesaria como precaria. La paz entre los pueblos, la paz familiar, la paz personal que es la tierra firme que nos permite permanecer en pie a pesar de los vendavales inesperados. Celebrar una “Jornada de la Paz” tiene algo de denuncia, de grito de protesta ante tantas estampas trágicas que nos ha ofrecido y ofrece la historia. Viene de lejos, las primeras páginas de la Biblia ya nos hablan del enfrentamiento entre Caín y Abel.

En estas fechas, todos hemos escrito tarjetas de felicitación o WhatsApp que repiten la palabra paz. Si esos mensajes no suponen una purificación del corazón y un deseo de reconciliación sin condiciones, podemos estar participando en un ejercicio colectivo de hipocresía. La Navidad y la paz no necesitan figurantes.

 

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