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El día y la hora nadie lo sabe, ni el Hijo, sólo el Padre (Marcos 13, 24-32)

Hacia el final del tiempo litúrgico leemos estos pasajes apocalípticos que nos abren el corazón para que pongamos nuestras vidas en las manos de Dios. Muchas veces queremos que Dios se rija por nuestras ideas humanas y juzgamos desde nuestro parecer.
Pero hoy San Agustín nos invita a que no juzguemos lo que nos suceda desde nuestros criterios, sino que dejemos nuestras vidas en la presencia de Dios. Nos invita a que nos sometamos a Dios para que entendamos, desde su amor, lo que nos sucede.

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“Se sabe que para los que se niegan a estar tranquilos en una vida recta, y prefieren vivir en pecado habitualmente, el último día será terrible. Dios, para nuestro bien, quiso ocultarnos cuándo llegará ese día, para que mantengamos siempre preparado el corazón a la espera de lo que sabemos que vendrá, pero no sabemos cuándo. De hecho, el Señor nuestro Jesucristo nos fue enviado como maestro, y el mismo Hijo del hombre dijo que ignoraba ese día, porque no entraba en su magisterio el comunicárnoslo a nosotros. El Padre nada sabe que el Hijo ignore, puesto que la ciencia del Padre es su Sabiduría, y su Sabiduría es su propio Hijo, su Palabra. Pero como no nos convenía saber lo que ciertamente sabía el que había venido a enseñarnos, no precisamente lo que no nos aprovechaba, como maestro nos enseñó algunas cosas, y también como maestro nos ocultó otras. Porque como maestro sabía enseñar lo que era útil, y no enseñar lo que era nocivo.

A ti, hombre cristiano, te perturba ver que los que viven mal son felices, que están rodeados de bienes terrenos, que están sanos, sobresalen por sus altos cargos, tienen intacta su casa, gozos en los suyos, el respeto de las personas que dependen de ellos, poderes encumbrados, en fin, que nada triste se les interpone en su vida. 

San Agustín invita a que no juzguemos lo que nos suceda desde nuestros criterios, sino que dejemos nuestras vidas en la presencia de Dios.

Ves sus malas costumbres, y contemplas sus grandes riquezas; y tu corazón te está diciendo que la justicia divina no existe, que todo sucede por casualidad y se resuelve de una manera fortuita. Porque si Dios -dices- pusiera su mirada en los acontecimientos humanos, ¿prosperaría su maldad, mientras mi inocencia está padeciendo?

Toda enfermedad del espíritu tiene en las Escrituras su propia medicina; el que enferma de tal modo que en su corazón llega a decir tales cosas, que beba la pócima de este salmo. ¿De qué se trata? ¿Miramos de nuevo lo que decías? ¿Qué decía, me preguntas, sino lo que estás viendo? Los malos prosperan, los buenos sufren; ¿cómo Dios puede ver todas estas cosas? Toma, bebe: el mismo de quien criticas estas cosas, te ha preparado esta infusión; al menos no rehúses tan saludable copa; abre la boca de tu corazón, y, por medio del oído, bebe lo que oyes: No envidies a los malvados, ni envidies a los que cometen la iniquidad. Porque se secarán pronto como el heno, y como la hierba del prado pronto se consumirán. Lo que a ti te parece muy prolongado, para Dios es un instante; sométete a Dios y te parecerá un instante.”

(Exposición al salmo 36 I, 1.3)

 

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