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Domingo de Resurrección: Siempre es posible la alegría

A la madre enlutada le cambian su manto negro por uno blanco la mañana de Pascua. Así escenifica la religiosidad popular cómo María pasa de la oscuridad de la muerte a la claridad de la mañana de resurrección.

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Es la Señora de la alegría, de la nueva primavera. Las llagas físicas de Jesús y las llagas morales de María han sido transformadas en llamaradas de luz. “Esta noche, en efecto, corresponde, como es sabido, al día siguiente, que consideramos como el día del Señor. Ciertamente debía resucitar en las horas de la noche, porque con su resurrección iluminó también nuestras tinieblas. No en vano se le había cantado con tanta antelación: Tú iluminarás mi lámpara; Dios mío, tú iluminarás mis tinieblas (Salmo 17, 29)”.

Con el Domingo de Resurrección termina la Semana Santa, cuatro días que cambiaron la Historia de la humanidad.

Tenemos una vocación esencial e irrenunciable a ser felices. La Pascua es noticia jubilosa porque “Vino Cristo a nuestras miserias: sintió hambre, sufrió sed, se fatigó, durmió, hizo cosas maravillosas, sufrió males, fue flagelado, coronado de espinas, cubierto de salivazos, abofeteado, crucificado, herido por la lanza, colocado en el sepulcro; pero al tercer día resucitó, acabada la fatiga, muerta la muerte” (Sermón 231, 5).

No vivimos para morir, sino que morimos para vivir. “Por tanto, ahora, mientras vivimos en esta carne corruptible, muramos con Cristo cambiando de vida y vivamos con Cristo amando la justicia. La vida feliz no hemos de recibirla más que cuando lleguemos a aquel que vino hasta nosotros y comencemos a vivir con quien murió por nosotros” (Sermón 231, 5).

Nuestra fe en el Resucitado no solo es una llave que abre las puertas del futuro, sino una luz que ilumina el presente y hace posible volver a levantarnos después de haber caído tantas veces.  “Nuestra raza, es decir, la raza humana, conocía dos cosas: el nacer y el morir. Para enseñarnos lo que no conocíamos, tomó lo que conocíamos. En la región de la tierra, en nuestra condición mortal, era habitual, absolutamente habitual el nacer y el morir; tan habitual que, así como en el cielo no puede darse, así en la tierra no cesa de existir. ¿Quién conocía el resucitar y el vivir perpetuamente? Esta es la novedad que trajo a nuestra región quien vino de Dios” (Sermón 229 H, 1).

La esperanza cristiana no se apoya en los propios poderes o saberes. “Al fijar nuestra esperanza en lo alto, hemos como clavado el ancla en lugar sólido para resistir cualquier clase de olas de este mundo; no por nosotros mismos, sino por aquel en quien está clavado nuestra ancla, nuestra esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a cambio de la esperanza nos dará la realidad” (Sermón 359A,1).

La raya divisoria entre ser cristiano o no serlo está marcada por la fe en la resurrección; la de Jesús y la propia. Por eso el edificio de nuestra fe se construye sobre la resurrección de Jesucristo (cf. Sermón 234, 2).

¡Aleluya, porque la vida ha vencido sobre la muerte! ¡Aleluya porque es posible resucitar cada día! Presentimos, ya hoy, que la resurrección dará cobijo a la cálida memoria de los días terrenos y los desfallecimientos e incertidumbres formarán parte del ayer. ¡Aleluya, porque la resurrección del Crucificado es inicio y anticipo de nuestra resurrección!

 

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