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La Inmaculada Concepción de María, el dogma del pueblo

En el contexto eclesial de la sinodalidad, la fiesta de la Inmaculada Concepción de María nos invita a pensar cómo el Pueblo de Dios, inspirado por el Espíritu santo, fue capaz de adelantarse a la voz de los teólogos.

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Hasta el punto de poder decir, con propiedad, que la declaración de la Inmaculada Concepción de María es el dogma del pueblo. Cuatro siglos antes de la declaración dogmática promulgada por Pío IX en la bula Ineffabilis Deus de 8 de diciembre de 1854 – mientras los teólogos se ocupaban de debates dialécticos – una villa de Zamora de trece pueblos mancomunados, conocida por “Villalpando y su Tierra” proclamó su fe en la Concepción Inmaculada de María y se comprometió, con voto explícito, a defenderlo públicamente.

Cada 8 de diciembre, se celebra la Inmaculada Concepción de María, una celebración muy arraigada en las comunidades.

Villalpando y su Tierra pronunciaron su voto inmaculista el año 1466 en el templo dedicado a San Nicolás. Voto que -el Congreso internacional mariano celebrado en Zaragoza el año 1908- considera como un “monumento de fe”.

El pueblo insistió en llamar a María “Madre de Dios y limpiamente concebida”, y comenzó a considerar festivo el ocho de diciembre. Después de la misa solemne y sermón -al que deben asistir todos- “folgarán las gentes cristianas ansí en la Villa (Villalpando) como en toda la Tierra” (los otros doce pueblos), prescribe el documento del voto inmaculista que todavía hoy se conserva en pergamino.

Hay un saludo que hemos cruzado muchas veces y que ha servido -y sirve- para iniciar el sacramento de la confesión. “Ave María purísima, sin pecado concebida”. Es la mejor síntesis del dogma de la Inmaculada. La teología explicará que al hablar de María concebida limpia de pecado estamos diciendo que María es toda y siempre santa.

Una visión superficial de esta condición de María podría contribuir a verla alejada de la tragedia humana. En María, sin embargo, contemplamos el ideal de nuestra vida. Su presencia es alivio, consuelo, esperanza. Distinta de todos y, al mismo tiempo, “enclave divino en este mundo”, como llama José María Cabodevilla a María. Humana, como nosotros, pero destinada a ser la madre del Dios encarnado. Por eso, es la mujer no manchada, la “Virgen que el sol más pura”, que cantó poéticamente Leopoldo Panero. Dios la preparó así, llena de gracia, para que en sus entrañas naciera su Hijo unigénito libre de pecado.

 

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