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La Navidad, un tiempo de salvación

Cada Navidad tiene su marco humano, social y político diferentes. Navidad en el centro, como argumento único y misterio sobrado para la adoración y la celebración, pero, a la vez, Navidad histórica.

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Lo fue la primera y lo es esta de 2022 que se inscribe en un contexto amplio: La inacabable guerra entre Rusia y Ucrania, parece que el tramo final de una pandemia letal y la incertidumbre ante unas previsiones económicas inquietantes.

De la mano de una rica liturgia, con textos de un lirismo extraordinario y acompañados por los profetas, hemos hecho el camino del Adviento.

Cada Navidad tiene su marco humano, social y político diferentes, pero, a la vez, cada Navidad tiene un contexto histórico.

Hasta que María nos presenta a Jesucristo como fruto de su vientre y de su fe. Desde entonces, la historia humana es una casa encendida con la luz y la lumbre de Dios. “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”, dice escuetamente san Agustín (Sermón 13).

Hablar de Dios es peligroso, pero más peligroso es no hablar de Él. “¡Ay de los que hablando de todo callan de Dios!”, exclama San Agustín (Confesiones 1, 4, 4). Todo intento por hablar de Dios termina en un cierto fracaso. Lo sabía bien Gregorio de Nisa: “Los conceptos crean ídolos de Dios, solo el sobrecogimiento presiente algo” (PG 44, 377B).   Algunos poetas que no se atreven a dialogar con Dios, aceptan, sin embargo, el coloquio y el desahogo con el Dios-niño, a través del villancico. El hombre angustiado por tantos problemas y preguntas, permanentemente derrotado por la muerte, la enfermedad y los sucesos imprevistos, se descubre a sí mismo desvalido en sus campos de soledad y levanta el corazón al cielo.

La Navidad vino a cambiar este paisaje sombrío. “Si tu Verbo no se hubiese hecho carne y habitado entre nosotros, podríamos pensar que estaba lejos de nuestra naturaleza humana y, por consiguiente, desesperar de nuestra salvación”, escribe Agustín (Confesiones 10, 43, 69). Pero, esta gran noticia exige abrir los ojos de la fe para descubrir la locura del amor desbordado de Dios por la humanidad. El Padre se da enteramente al Hijo y, por gracia, a los hijos como una cascada silenciosa de amor fiel.

Navidad es reconocer a Dios en la pequeñez de un niño que tiene por nombre Jesús. También, como los discípulos de Jesús, reconocemos a Jesucristo al partir el pan (Lc 24, 35) y nos reconocemos hermanos en la celebración diaria de la Eucaristía y en la mesa amplia de la comunidad. La fe nos pide celebrar la Eucaristía con la conciencia de estar ante el propio Jesucristo, y la Eucaristía nos enseña a amar gratuitamente y a tejer la comunión: “Sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros…Sed lo que veis y recibid lo que sois” (Sermón 272)

Desde la encarnación de Jesucristo, la condición humana lleva el injerto de Dios y desde la resurrección de Jesucristo es posible vivir la vida con el sabor de la esperanza. Allí donde se marchita la esperanza, se agrietan la fe y el amor.

En el humilde pueblo de Belén se regalaron medicinas salvadoras y había talleres donde se colocaban a los corazones válvulas de compasión y de ternura, y brazos y manos ortopédicos capaces de abrazar y de alargar la Navidad todo el año porque nos ha nacido un Niño portador del amor más seguro.

 

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