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Evangelio del XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, según San Agustín: Aquel despreciaba al pobre que yacía a la puerta de su casa (Lc 16, 1-13)

En el Evangelio del rico y del pobre Lázaro vemos una buena reflexión para el momento actual. En estos tiempos en los que hay tanta pobreza y donde algunos piensan que la fe cristiana demoniza el dinero, San Agustín nos ayuda a comprender que no es así.

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No se castiga el tener dinero, sino el cerrar el corazón al hermano que no tiene. San Agustín nos dice que lo que se castiga es la crueldad, la impiedad, la soberbia, el orgullo, la falta de fe.

Sobre el Evangelio de hoy San Agustín explica que la fe no castiga tener dinero, sino cerrar el corazón al hermano que no tiene.

No darnos cuenta que nuestra vida es mucho más que lo que vemos y que lo que hacemos con nuestros hermanos, será tenido en cuenta en el futuro. Así, que no confiemos en lo presente, sino en el amor de Dios y comportamos lo que somos y tenemos.

La luz

¡Oh infiel, que te fijas en las cosas presentes y solo las presentes te atemorizan!, piensa alguna vez en lo futuro. Tras un mañana y otro, llegará alguna vez el último mañana; un día empuja a otro día, pero no arrastra a quien hizo el día. En él, en efecto, se da el día sin ayer ni mañana; en él se da el día sin nacimiento ni ocaso; en él se halla la luz sempiterna, donde está la fuente de la vida y en cuya luz veremos la luz. Esté allí, al menos, el corazón; mientras sea necesario que la carne esté aquí, hállese allí el corazón. Si el corazón está allí, allí estará todo. Al rico vestido de púrpura y lino finísimo se le terminaron sus placeres; al pobre lleno de llagas se le acabaron sus miserias. Aquel temía al último día, este lo deseaba. Llegó para los dos, pero no los encontró a ambos igual; y, como no los encontró a ambos igual, no vino igual para los dos. El morir fue semejante en uno y otro; el acabar esta vida fue condición común para ambos.

La crueldad

Dirijámonos también al rico: aquel despreciaba al pobre que yacía a la puerta de su casa esperando las migas que caían de su mesa; no se le otorgaba ni vestido, ni techo, ni misericordia alguna. Esto es lo que se castigó en la persona del rico: la crueldad, la impiedad, la soberbia, el orgullo, la falta de fe; estas son las cosas castigadas en la persona del rico». ¿Cómo lo pruebas? Dice alguien: Son precisamente las riquezas las que han sido condenadas». Si no soy capaz de probarlo sirviéndome del mismo capítulo del evangelio, que nadie me haga caso. Cuando aquel rico se hallaba en medio de los tormentos del infierno, deseó que una gota de agua cayese a su lengua del dedo de quien había deseado las migas de su mesa. Más fácilmente, quizá, hubiese llegado éste a las migas que aquel a la gota de agua. De hecho, se le negó esa gota.

Le respondió Abrahán, en cuyo seno se hallaba el pobre: Recuerda, hijo, que recibiste tus bienes en tu vida. Lo que me he propuesto mostrar es que en él se condenó la impiedad y la falta de fe y no las riquezas ni la abundancia de bienes temporales. Recibiste -dice- tus bienes en tu vida. ¿Qué significa tus bienes? Los otros no los consideraste como bienes. ¿Qué significa en tu vida? No creíste que hubiera otra. Tus bienes, pues, no los de Dios; en tu vida, no en la de Cristo. Recibiste tus bienes en tu vida. Se acabó aquello en que creíste, y, en consecuencia, no recibiste los bienes mejores, puesto que, cuando te hallabas en los inferiores, no quisiste creer en ellos.

Sermón 299 E, 3

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