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La Asunción de María: la fiesta de la esperanza cumplida

Hablar o escribir sobre María se presta a dos extremos. Uno engalanar su figura con adjetivos superfluos, otro pensar en una historia femenina plana y normal.

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En medio, María mujer aparte, diferente, que prestó su cuerpo para romper la lejanía de Dios y hacer posible su cercanía. Proximidad que le hace escribir a san Agustín jugando con las palabras y forzándolas al máximo: “Tú eras más íntimo que mi propia intimidad” (Confesiones 3, 6, 11).

Nadie ha vivido tan conscientemente la presencia y vecindad de Dios como María. ¿Por qué recordar algo tan sabido? Porque María, celadora del misterio en su corazón, es maestra de vida interior. Sobra ruido y ajetreo a nuestro alrededor.

En el ecuador del mes de agosto, en toda a geografía española se celebra el Día de la Virgen, La Asunción de María.

“Hay gentes que nos quitan la soledad sin darnos compañía”, advierte Alfonso Querejazu, alma de las Conversaciones de Gredos. El hombre ha iniciado una peligrosa y audaz fuga de sí mismo. Esta aventura suicida nos roba el sosiego y hace que busquemos afanosamente el camino de retorno para recuperar la identidad perdida.

San Francisco de Sales en su Tratado del Amor de Dios, dedica dos capítulos a describir la muerte de María. La compara con el amanecer que va creciendo a medida que va apareciendo la luz del día o con la desembocadura tranquila de un río en el mar.

Las fórmulas para rellenar las actas de defunción son muy genéricas. Hoy, una expresión generalizada es hablar de muerte por parada cardiorrespiratoria. Se cuenta, sin embargo, que, en Inglaterra, cuando se desconocía la causa de un fallecimiento, en tiempos pasados se empleaba una deliciosa frase: “Murió por visitación de Dios”. Puede ser la forma de explicar la muerte/asunción de María, la fusión perfecta de la Madre y del Hijo, la visión de Dios Padre plena y definitiva.

Nadie ha borrado de sus cavilaciones la propia muerte, el cuándo, el cómo y el dónde. Preguntas que duermen en el almacén de nuestros pensamientos y despiertan, a veces, porque van más allá de los límites de la curiosidad humana. Decimos los mortales y sabemos, en seguida, que hablamos de los hombres. Por eso, no es noticia la muerte, es la fecha, las circunstancias, el lugar. La fe es una ventana abierta al más allá de la muerte o la llave regalada que nos permite traspasar la puerta donde Alguien nos espera.

La Asunción de María es un pregón de esperanza y la certeza de que también nuestro cuerpo participará – no sabemos de qué forma – de la resurrección. Lo predicaba san Agustín para persuadir a los más incrédulos: “Esta misma carne, que se ve, se palpa; que tiene necesidad de comer y de beber para poder perdurar; esta que enferma, que sufre dolores; esta ha de resucitar” (Sermón 264, 6). Conocemos nuestro cuerpo del tiempo, desconocemos nuestro cuerpo de eternidad.  Existirá una relación entre ambos cuerpos – señala Michael Schmaus – pero el resultado final es un misterio.

María asunta a los cielos es una grieta abierta entre el ahora y el más allá, que nos permite pensar en que también nuestro cuerpo será alzado del polvo porque no puede quedar como fruta caída que va despareciendo lentamente.

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