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La tempestad calmada: ``¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?`` (Mc 4, 35-40)

En el Evangelio del domingo 20 de junio, vemos cómo el miedo hace que la fe de los discípulos pierda fuerza y seguridad.

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El “vamos a la otra orilla” no es del todo inocente, tiene miga. Es Jesús mismo el que lo propone, como si él se hiciese responsable de todo lo que acontece a continuación. “La otra orilla” es territorio pagano. ¿Qué puede significar pasar a la otra orilla?

El evangelio del domingo 20 de junio explica cómo la fe de los discípulos se debilita en un momento de miedo.

Probablemente se trate de la puesta en práctica de un programa universalista. Sería tanto como decir que todos somos candidatos a la salvación, que todos estamos llamados. Pero, en el relato vemos que está también rodeado de dificultades: Es el atardecer cuando partimos…, el mar de noche es oscuro. Se ha levantado el viento y la dificultad se viste de tempestad: “las olas rompían contra la barca”. Y, para colmo, el silencio de Dios: “Él estaba en popa, dormido sobre un cabezal”.

En esta situación, comienzan los reproches. Los discípulos le despiertan y reprochan a Jesús: “¿No te importa que perezcamos?”, que es como decirle: no tienes derecho a dormir, estamos en apuros… (Nos recuerda el episodio de Jonás en la nave). De todas las maneras, a mí no me gustaría ser dios en estos tiempos de tempestades…

La respuesta de Jesús no se hizo esperar, porque Dios sigue respondiendo y recreando. En primer lugar, increpa al viento y dice al mar: “¡Silencio, enmudece!”. Y estos obedecen. A continuación, se dirige a los discípulos y les reprocha la cobardía y la falta de fe: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” Pero el tono es como de instrucción catequética, como diciéndoles: la fe que ha hecho que me sigáis es la fe que produce paz y serenidad incluso cuando parece que Dios calla y permite las tempestades. Por tanto, les invita a avivar esa fe.

Los discípulos, llenos de admiración, se preguntan: “¿Quién es este? Hasta el viento y el mar lo obedecen”, es decir, los discípulos reconocen el poder de Jesús, que no actúa como los antiguos profetas que recitan oraciones para pedir a Dios que domine los elementos, sino que interviene como si fuese Dios.

Dice san Agustín: “Tu barca es tu corazón; Jesús en la barca, la fe en el corazón. Si tienes presente tu fe, el corazón no te fluctúa; si a tu fe la dejas en el olvido, duerme Cristo; atención al naufragio. Pero no dejes de hacer lo que todavía queda: si él duerme, despiértalo; dile: Levántate, Señor, que perecemos; y él increpará a los vientos y vendrá la tranquilidad a tu corazón” (Comentario al salmo 34, 1, 3).

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