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María, felicitada por todas las generaciones (Lc 1, 48)

La Asunción de María es una fiesta muy unida a la devoción popular, memoria jubilosa de la Virgen con diferentes nombres. Dichosa por haber creído en Dios.

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Pío XII – con la Constitución apostólica Munificentissimus Deus – definió el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo. No fue la conclusión académica de un debate entre teólogos, sino que, cuatro años antes, el papa había consultado a todos los obispos y respondieron a favor casi unánimemente. Fue, de alguna manera, un concilio por escrito.

El núcleo del dogma es: “Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo”.

La Asunción de María es una fiesta muy unida a la devoción popular, memoria jubilosa de la Virgen con diferentes nombres.

La fórmula dogmática es de una gran sutileza para evitar la cuestión de si María murió o no. En la tradición de la Iglesia aparecen las dos tendencias: Quienes hablan de la muerte o de la dormición de la Virgen, y quienes afirman directamente la asunción al cielo sin pasar por el acontecimiento de la muerte. Los teólogos medievales y modernos se han inclinado a favor de la muerte de María. Lo que quieren decir los defensores de su inmortalidad, quizá sea que su muerte no fue triste y doliente como es nuestra muerte. Una muerte como la de Enoc (Gn 5, 24) y la de Elías en el Antiguo Testamento (2 Re 2) o la ascensión de Jesús (Lc 24, 51), libre de tristeza. Más que una despedida, fue cruzar serenamente a la eternidad, un reposo dulce como el río que desemboca mansamente en el mar.

Santo Tomás de Villanueva relata – utilizando tradiciones medievales y como si hubiera sido testigo presencial – la asunción de María: “Llegó, pues, el día tan gratificante y deseado en que Dios tuvo a bien sacarla de este destierro. Y, según se cuenta, estando en oración y pidiendo con lágrimas este momento, se le apareció el ángel Gabriel, tan conocido de ella, y le habló así: «Alégrate y celébralo, oh Virgen pura: ha sido escuchada tu oración, tus deseos se han cumplido: alcanzarás un final glorioso, como querías, y conforme a tus méritos, serás coronada de gloria celestial».[…] Y así, en presencia de todos los apóstoles que habían acudido desde todos los sitios, y rodeada de todos los fieles que por entonces se encontraban en Jerusalén y que se unían en la oración, como nos cuenta Dionisio en su libro “De los nombres divinos”, puesta de rodillas, clavados los ojos en el cielo, sin calentura, sin enfermedad, sin angustias de muerte, sin dolor, al contrario, con inmensa alegría y celebración gozosa, entregó su santísimo espíritu al hijo, y dejó a la Iglesia las preciosísimas reliquias de su cuerpo. Si bien esto por poco tiempo, pues la tierra no era digna de poseer tal tesoro: no era decoroso que se convirtiera en cenizas aquel sagrario del que Dios había tomado carne, ni parecía justo que se redujera a polvo una carne que no había conocido la corrupción del pecado” (Conción 285, 16. En la Asunción de la bienaventurada Virgen María, BAC. Obras completas VII, Madrid, 2013, 505).

A renglón seguido, escribe el santo manchego que el mismo día de la muerte de María, o, según otros a los tres días, Jesús la resucitó entre el regocijo de los ángeles y la subió a los cielos con sus propias manos. El final de la Conción 285 es un canto a María de singular belleza y dulzura. El amor mariano de Tomás de Villanueva le lleva a dibujar el remate de la suprema obra de excepción realizada por Dios.

Mucho más no se puede decir, a no ser que caigamos en el vano intento de construir los planos detallados de un puente entre este mundo presente y el mundo venidero o explicar la resurrección de la carne.

 

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